15/8/10

Una cerveza, Por Máximo Paz

Flaco y despeinado me miró, cara a cara.
-¿Tenés pa’ prender? Me dijo.
Saqué el encendedor y prendí un cigarrillo para mí, luego le pasé el fuego. Miré al chabón mientras se proponía incinerar un tabique de metal cargado con pasta base en el extremo a quemar. Su rostro pequeño y desfigurado puso sus músculos en función del acto que se planteaba cometer. Entonces la incandescencia brotó en medio de la gris oscuridad aplacada del cemento y los adoquines que nos circundaban. Sus ojos rojos se avivaron con la llama, pero no pudo prender nada. Volvió a mirarme.
-Me llamo René, ¿y vos?
-Gustavo.
-Yo me llamo René.
Hacia arriba, la noche se encuadraba tranquila, lúgubre y pesada. Hacia el cercano horizonte también, pero la llamita seguía dando vueltas por la jeta del pibe este, René. Alto, delgado y morocho. La voz lánguida le salía como de rebote por la nariz. De repente, mientras yo miraba la tímida luna del barrio, él pudo enchufar el cañito con el fuego. Aspiró, retuvo y exhaló. El humo pobre salió de su boca pequeña rumbo a la oscuridad.
Me pasó el artefacto.
- No, te agradezco.
- Me llamo René, ¿y vos?
En lo que a mi respecta, estaba envuelto en alcohol mientras prensaba las horas negras del sábado. Por ello me dirigía hacia el kiosco a reponer bebida.
-Voy a comprar una cerveza. Le dije, mientras le mostré el envase que tenía en la mano.
René me miró y luego corrió la cara hacia un punto ciego, luego volvió a mirarme y otra vez, a los segundos, volvió la vista hacia aquél punto. Estaba observando más bien a su locura repentina de la pitada polvorienta que a algo físico.
Cuando comencé nuevamente la marcha, el pibe este, René, me acompañó. Las piernas largas lo impulsaban a través de extendidos trancos dislocados, lo cual me obligaba a estar un poco atrás de él mientras enfilábamos hacia el kiosco.
Hubo silencio un rato. El pibe desquiciado quería un poco de compañía, a mi me daba igual.
-¿Laburás? Le pregunté desde atrás.
Se dio vuelta.
-Si, en Santa Elena 2347.
Seguimos caminando.
-Me llamo René ¿y vos?
-Yo, Gustavo ¿Trabajás, René?
-Sí, en Santa Elena 2347.
El kiosco se trataba de un tugurio con ventanita y reja a la calle, había que tocar el timbre y esperar a que la chica que estaba a unos metros se levantase de mirar la tele y corra el vidrio corredizo.
- ¿Si? Nos preguntó cuando pasó efectivamente lo descrito arriba.
- Una cerveza. Le dije, pasándole por entre las rejas el envase vacío.
Era una chica morocha con flequillo y pelo largo lacio en los costados de su cara angulosa y antipática, pero con muy lindos rasgos: nariz chica y suave, cejas negras arqueadas y ojos castaños grandes. Cuando se dio la vuelta con mi envase vacío siguió siendo atractiva: el culo, agarrado de un pantalón apretado, respondía en forma agresiva a los cánones establecidos por la cultura impuesta por los medios sobre la estética femenina.
En frente del kiosco había un boulevard asfaltado que dividía en dos a la avenida. Tenía algunos banquitos y allí iban los que tomaban cerveza en la calle. Pero en ese momento no había nadie. Fuimos a ese lugar con mi compañero. Nos dedicamos a tomar la bebida. Un trago yo y un trago él. Por ahí la dejábamos unos minutos en el suelo, hasta que alguien la agarraba y recomenzaba la ida y vuelta. No nos dijimos nada por un buen tiempo. El pibe este, René, se quedaba como en trance, mirando la nada espectral. A mi me daba igual.
La cerveza se estaba acabando y de repente, sin darnos cuenta, sin percibirlo, se nos acercó un quía con una botella en la mano.
-Perdón, ¿merca por acá, hay?
Lo miré a René, quien se quedó colgado observando al pibe. Un morrudo con la camiseta de la selección de Argentina.
-El se llama René. Dije, por decir algo.
-¿Y? Preguntó el morrudo.
-Y habría que ir a la villa ¿No René? Dije.
René no habló. Peló el tubito y lo prendió. Cuando se lo pasó al pibe, este se negó.
-No, gilada no quiero, ¡vamos para villa! Dijo, ansioso.
René se paró y empezó a caminar. El morrudo lo siguió de inmediato. Pero cuando se dio cuenta de que yo no iba (me había quedado sentado) me dijo.
-¡Dale, vení! – y acercándose a mí completó: -con este no llego ni a la esquina.
-Yo no conozco a nadie. Le dije.
A todo esto René ya estaba como a 50 metros de nosotros.
-¡Eh, che!- Le dijo el morrudo a René.
-¿Cómo te llamás? Le pregunté.
-¿Y para que querés saber? Me contestó, al momento que empezó a trotar a donde estaba René.
Los vi perderse por la avenida. Cuando pasaron el puente del ferrocarril sus figuras se esfumaron. Yo di el último trago, crucé la calle y compré otra.
También me fui de allí, tal como había arrancado: solo y tal lo que me había propuesto: ir al kiosco a comprar una cerveza.
El camino silencioso no me trajo más atracción que algunos pensamientos. René se me había olvidado, como el pibe morocho.
Cuando estaba llegando a mi casa, en la esquina de la tintorería se me resbaló el envase, que lo llevaba agarrado de la chapita, mientras lo revoleaba.
Explotó en el piso una blanca espuma, como de mar, y yo me quise morir, tanto sacrificio por nada. Pensé en regresar, pero eran como ocho cuadras las que tenía que hacer. Pensé en otras posibilidades y nada me satisfacía. No tenía muchas opciones. Entonces entré en mi casa, me metí en la cama, y con todo oscuro, cerré los ojos e intenté dormir, hasta que lo logré.