El sol del joven verano que dominaba la ciudad de Buenos Aires, y a una gran parte del mundo, le pegaba de lleno en el rostro de Ariel. Entonces abrió los ojos. Ni siquiera el ruido de los colectivos, autos y gentes pudo acosar su sueño. El fuego de los rayos solares, si. Desde el suelo, frondosas hojas de magdalenas que imaginó que le iban a servir como refugio fue lo primero que vio, achicharradas y sin fuerza.
Se incorporó y encontró la realidad ciudadana: muchedumbre, ruido y smog. A su frente, el obelisco. A sus pies, el boulevard “Provincia Santiago del Estero”. Los autos frenéticos andando por la supuesta avenida “más ancha del mundo”, a su espalda.
Elevó la vista hacia el reloj digital que se erigía en la terraza del edificio del ex Mercado del Plata, por la calle Pellegrini. Hora y temperatura se alternaban. Observó las dos mediciones y no le gustó ninguna: la temperatura era demasiado elevada y, por sobre todo, ya era tarde. Preocupado por el tiempo cruzó corriendo hacia la plazoleta sur del obelisco, investigó con la mirada y no encontró a ninguna de las personas que buscaba. Fue a la del norte y tampoco halló a nadie. Refunfuñó y comenzó a andar hacia la Avenida Córdoba. El zapato izquierdo, sobre exigido por el trajín, reventó en la mayoría de las ajadas costuras que lo mantenían unido. Se sacó el descocido calzado y maldijo al padre Mamerto, autor del obsequio. Con los pies desnudos, Ariel se acercó al bar que se situaba frente a la fuente, cruzando la calle Cerrito en diagonal. Leo –el mozo del bar- estaba en la puerta de entrada, observando el ambiente.
- ¿Viste a los pibes? Le preguntó a Leo.
- Ya pasaron por acá hace 20 minutos. Le contestó el mozo. Un joven fornido, de cabello corto y camisa blanca.
- ¿La Chuli estaba?
-Si, con los otros. Me dijo que había conseguido una changa.
- Lo sabía… ¡la pucha! ¿Los otros que dijeron?
-Nada, cuando le di la bolsa se olvidaron del mundo y empezaron a manotear los sándwiches de miga secos que estaban adentro.
- ¿No te queda nada?
- Lo que había se lo dimos a ellos.
Sin comida y con pocos datos fue hacia la plaza Lavalle, frente a los tribunales. Andando, el pensamiento le vino de manera inexorable y se posó delante de sus narices: la changa se trataba de prestar servicios sexuales a algún coso. Él no comía vidrios y ya se había dado cuenta de que el cabo Moreto y el viejo Don Manuel andaban merodeando sobre Chuli. El cabo Moreto era el vigilante de la plaza. Don Manuel tenía un negocio de venta y reparación de equipos de audio por la calle Libertad. Las imágenes de ambos se posaban sobre la psique de Ariel, mientras marchaba y maldecía a los cuatro vientos. La gente, más allá de sus ocupaciones y preocupaciones, reparaba determinante sobre el muchacho sucio y descalzo que marchaba decidido y con prisa, vociferando maledicencias, entre el fervor estival del centro de la ciudad. A él no le importó, él estaba acostumbrado a dar toda clase de espectáculos desde hacía un año y medio, cuando se quedó sin casa. Llegó a la plaza y revisó el espacio con sus ojos. No los encontró. Entonces se aproximó a la señora que vendía maíz para las palomas en una especie de carromato manual oxidado. Mientras hablaba, la señora, con una pañoleta azul y verde en su cabeza, tiraba escobazos a las aves que se arrimaban a robarle el maíz que comercializaba.
- La Chuli… la Chuli, ¡sí, la Chuli!, andaba con una remera roja y unos pantalones celestes apretados, iba con los otros y se sentaron a comer cosas de una bolsa. De repente empezaron a discutir no se que, entonces se les acercó el vigilante y hubo tironeo. Ahí saltaron los de la barra del gomero y pudieron separarlos. Pero vino el patrullero y se la llevaron.
-¡En serio! ¿Se llevaron a la Chuli?
- Así es. Le contestó la señora, mientras se acomodaba sus amplias gafas para el sol de color marrón y lente violácea.
Se alejó de la señora y fue hacia Comisaría pensando en un solo nombre: el cabo Moreto.
-¡Eh, Cofla!, ¿Viniste a encanarte solo? Le preguntó el poli que vigilaba la puerta. Un hombre de, tal vez, 25 años. Llevaba un uniforme dos talles más grandes respecto a su desgarbado cuerpo.
-No oficial, vengo a ver si se llevaron a la pendeja del obelisco.
- ¿A cual?
-A la Chuli. Es flaca, de pelo castaño claro largo.
-¿La cara de caballo?
-No… se ¿Tiene cara de caballo?
-¡Si no sabés vos, hermano! ¡Bueh! Tomátelas, que me estás poniendo de mal humor.
-Tengo que hablar con el cabo Moreto
-¡Tomátelas o te encierro!
-¿No está la Chuli?
El vigilante, obligado por las circunstancias -por sus circunstancias- tuvo que ir adonde estaba Ariel, entonces caminó tres pasos. Lo miró cara a cara, apoyó la frente sobre la frente del linyera:
-Tomatelas o te encierro, acá no hay nadie. Ni Chuli, ni Moreto.
Ariel, descalzo y con el hambre estructural, más el hambre coyuntural, fue hacia el gomero de la calle Viamonte, donde estaba la conocida barra, convenida por linyeras profesionales de primera hora.
Eran cuatro y le estaban dando a un porro y a un vino blanco. Desde una rama pendía ropa que se secaba. Los cuatro, sentados a la sombra, sorbían del tetra y fumaban pitadas de su cigarrillo armado, alrededor de ellos había todo tipo de cachivaches.
-¡Eh, Changuito! Le dijo uno, mientras se paró y se bajó los pantalones para orinar entre una de las grandes grietas del retorcido arbusto.
Todos sonreían y miraban a Ariel. Detrás del gomero salía a flote el cemento ocre de las paredes, columnas y recovecos del teatro Colón. Ariel preguntó sobre lo que le interesaba:
-No, que yo sepa. Acá no hubo nadie que se lleve preso a nadie, si está el pancho de Moreto vigilando, ese no lleva preso a nadie. Me extraña amigo, vo’ le da’ cabida a la vieja mentirosa esa. Le dijo uno.
-¿Para adonde arrancaron?
-La Chuli estaba sentada con los vagos en aquél banco, de repente se paró y enfiló para allá, entonces se paró el flaquito este…
-Dodi. Dijo Ariel.
-El flaquito ese que tiene la cara de caballo.
-Si, Dodi.
-Bueno, ese, la agarró del hombro y le empezó a dar la lata… dale bla bla. Ella señalaba pa` allá y el otro meta señalar pa`l otro lado.
-¿Cómo estaba vestida la Chuli? Preguntó Ariel.
-Eh… un pantalón clarito, apretado.
- ¿Para dónde fueron?
- Cada uno para su lado.
Ariel entonces se dirigió hacia el sur, es decir, hacia dónde señaló y fue, en consecuencia, Chuli.
Derecho estaba la casa de audio de Don Manuel. “Viejo hijo de puta”, pensó, mientras andaba descalzo y el sol miraba implacable a las víctimas mientras descargaba oleadas de energía ardiente.
La gente veía pasar a un desquiciado que andaba a los tumbos, chocando y clamando soeces angustiantes y ofensivas. No quedaba más que unos metros para la llegada al negocio. Ariel veía todo rojo y no sentía nada, solamente bronca. Alguien le extendió un panfleto, un volante y ahí se detuvo. Nadie le daba publicidad a él, un linyera. Miró el panfleto: “Todo para el audio, compra y venta”.
La nebulosa cayó en una mirada atenta y clara: vio los pantalones apretados y la cara de caballo. El pelo largo amarrado y la sonrisa grande y expresiva. Vio a Chuli.
-¡Eh, guacho! ¿Qué te pasa? Le preguntó la chica a Ariel.
-Nada ¿Por? Contestó éste, mientras ensayó una mueca que emule una expresión optimista.
- Conseguí una changa. ¡Me van a tirar unos pesos! Le dijo.
- ¿Y como fue?
-Desde el otro día me estuvieron chamuyando Don Manuel y Moreto pa`que reparta estos papelitos. Me dijeron que me ponga más presentable, así podía hacer unos mangos. Hasta que hoy Moreto me llevó a la comisaría con el patrullero, donde pude pegarme una buena ducha, luego vine para acá y Don Manuel me dio los panfletos. Me dijo que los reparta por la plaza, pero me parece mejor cerca del negocio ¿No?
-Me parece que los tenés que repartir donde te dice el que te paga.
-Si, eso dijeron los pibes. Dodi me decía que no que los reparta para allá, pero yo no le di bola, vine pa`acá y ya fue. Si me caga a pedos me voy, pero de mientras sigo acá, me parece mejor porque la gente lee y se manda pa`adentro ¿No?
-No se, que se yo.
-Buenos tipos, este Don Manuel y este Moreto, se re-portaron ¿No?
MÁXIMO PAZ