5/10/10

RATAS DE LA VIDA

La rata miró de reojo mientras avanzó por la senda que se había propuesto. Aquellos ojitos vivos y brillosos representaron, en su intención, una solicitud de permiso para seguir, para avanzar. Aquello desembocó en ternura. Entonces yo –asesino a sueldo para extinguir a la rata- opté por no poner veneno alguno. El joven y peludo roedor pasó ante mí y se perdió por entre medio de unas cajas de azúcar en sobrecitos, apiladas en un estante de madera. 
"Aquellos ojitos vivos y brillosos
representaron, en su intención,
 una solicitud de permiso para seguir,
para avanzar."

¿Por qué estar aburrido de la vida? ¿Porqué serpentear ante el miedo ingenuo del porvenir incierto? Allí, todo lo que tenía en el mundo era piedad. Ratas de la vida.


Agarré una gaseosa caliente de un cajón que las contenía. La destapé, tomé un trago y cerré los ojos. No recuerdo que imaginé, supuse o calculé. Tal vez haya sido algún pobre sueño, propio del maldito infeliz que soy. Proyectos abiertos al mundo subterráneo de la ingenuidad latente, devenida en utopía torpe y cansada, de tanto dar vueltas en la cabeza alcohólica de cerveza fría.


Pero la rata, como el tiempo, ya habían pasado. Salí del sótano oscuro del restaurante, subiendo las escaleras.


-¿Y, viste algo? Me preguntó el encargado, con cara de pocos amigos. Pero aquella expresión era solo una postura; la realidad propulsaba otro tipo de situación, forzada, dónde el tipo era obligado a robustecer una situación dura, de control sobre mí. Era una orden de su patrón, a él le importaba tres pepinos si había ratas o no.


-No maestro, hoy no vi nada.


Corrió la vista enseguida y se puso con las tareas de control de caja en la computadora que se erigía delante de sus narices, mientras él permanecía de pie con los pies cruzados como tijeras. Su cara pálida y chica se encendía de azul ante el reflejo de la pantalla del aparato en la piel de su cara.


-Igual puse algunos cebos, por las dudas.


Así como no le creí su postura, él hizo lo mismo, acertadamente, con la reciente mentira que le había soltado a través de expresiones titubeantes y las palabras que intentaron explicitar un sentido literal, pero que en aquel contexto, donde explotaban, sumergido de señales y huellas, no rectificaban lo expresado. Entonces el mar de la hipocresía continuó firme, metiéndose entre ambos mientras la madrugada crecía de a poco.


"Esta era gris y fea. Trepó al cesto de
basura amarrado al poste de
señalización de la calle."
Salí de aquél lugar pensando en cosas horribles, como siempre hacía al irme de allí. Cuando doblé en la esquina vi otra rata. Esta era gris y fea. Trepó al cesto de basura amarrado al poste de señalización de la calle. Y lo hizo saltando desde el piso, ejercitando las dos patas traseras. Al segundo intento pudo agarrarse de la ranura del cesto de plástico sucio. Se mandó para adentro y desapareció tirándose hacia los residuos del contenido. Un linyera y yo nos detuvimos a observar las destrezas del roedor. Nos fuimos de allí cruzando palabras.
Máximo Paz

21/9/10

Changuita

El sol del joven verano que dominaba la ciudad de Buenos Aires, y a una gran parte del mundo, le pegaba de lleno en el rostro de Ariel. Entonces abrió los ojos. Ni siquiera el ruido de los colectivos, autos y gentes pudo acosar su sueño. El fuego de los rayos solares, si. Desde el suelo, frondosas hojas de magdalenas que imaginó que le iban a servir como refugio fue lo primero que vio, achicharradas y sin fuerza.


Se incorporó y encontró la realidad ciudadana: muchedumbre, ruido y smog. A su frente, el obelisco. A sus pies, el boulevard “Provincia Santiago del Estero”. Los autos frenéticos andando por la supuesta avenida “más ancha del mundo”, a su espalda.


Elevó la vista hacia el reloj digital que se erigía en la terraza del edificio del ex Mercado del Plata, por la calle Pellegrini. Hora y temperatura se alternaban. Observó las dos mediciones y no le gustó ninguna: la temperatura era demasiado elevada y, por sobre todo, ya era tarde. Preocupado por el tiempo cruzó corriendo hacia la plazoleta sur del obelisco, investigó con la mirada y no encontró a ninguna de las personas que buscaba. Fue a la del norte y tampoco halló a nadie. Refunfuñó y comenzó a andar hacia la Avenida Córdoba. El zapato izquierdo, sobre exigido por el trajín, reventó en la mayoría de las ajadas costuras que lo mantenían unido. Se sacó el descocido calzado y maldijo al padre Mamerto, autor del obsequio. Con los pies desnudos, Ariel se acercó al bar que se situaba frente a la fuente, cruzando la calle Cerrito en diagonal. Leo –el mozo del bar- estaba en la puerta de entrada, observando el ambiente.


- ¿Viste a los pibes? Le preguntó a Leo.


- Ya pasaron por acá hace 20 minutos. Le contestó el mozo. Un joven fornido, de cabello corto y camisa blanca.


- ¿La Chuli estaba?


-Si, con los otros. Me dijo que había conseguido una changa.


- Lo sabía… ¡la pucha! ¿Los otros que dijeron?


-Nada, cuando le di la bolsa se olvidaron del mundo y empezaron a manotear los sándwiches de miga secos que estaban adentro.


- ¿No te queda nada?


- Lo que había se lo dimos a ellos.


Sin comida y con pocos datos fue hacia la plaza Lavalle, frente a los tribunales. Andando, el pensamiento le vino de manera inexorable y se posó delante de sus narices: la changa se trataba de prestar servicios sexuales a algún coso. Él no comía vidrios y ya se había dado cuenta de que el cabo Moreto y el viejo Don Manuel andaban merodeando sobre Chuli. El cabo Moreto era el vigilante de la plaza. Don Manuel tenía un negocio de venta y reparación de equipos de audio por la calle Libertad. Las imágenes de ambos se posaban sobre la psique de Ariel, mientras marchaba y maldecía a los cuatro vientos. La gente, más allá de sus ocupaciones y preocupaciones, reparaba determinante sobre el muchacho sucio y descalzo que marchaba decidido y con prisa, vociferando maledicencias, entre el fervor estival del centro de la ciudad. A él no le importó, él estaba acostumbrado a dar toda clase de espectáculos desde hacía un año y medio, cuando se quedó sin casa. Llegó a la plaza y revisó el espacio con sus ojos. No los encontró. Entonces se aproximó a la señora que vendía maíz para las palomas en una especie de carromato manual oxidado. Mientras hablaba, la señora, con una pañoleta azul y verde en su cabeza, tiraba escobazos a las aves que se arrimaban a robarle el maíz que comercializaba.


- La Chuli… la Chuli, ¡sí, la Chuli!, andaba con una remera roja y unos pantalones celestes apretados, iba con los otros y se sentaron a comer cosas de una bolsa. De repente empezaron a discutir no se que, entonces se les acercó el vigilante y hubo tironeo. Ahí saltaron los de la barra del gomero y pudieron separarlos. Pero vino el patrullero y se la llevaron.


-¡En serio! ¿Se llevaron a la Chuli?


- Así es. Le contestó la señora, mientras se acomodaba sus amplias gafas para el sol de color marrón y lente violácea.


Se alejó de la señora y fue hacia Comisaría pensando en un solo nombre: el cabo Moreto.


-¡Eh, Cofla!, ¿Viniste a encanarte solo? Le preguntó el poli que vigilaba la puerta. Un hombre de, tal vez, 25 años. Llevaba un uniforme dos talles más grandes respecto a su desgarbado cuerpo.


-No oficial, vengo a ver si se llevaron a la pendeja del obelisco.


- ¿A cual?


-A la Chuli. Es flaca, de pelo castaño claro largo.


-¿La cara de caballo?


-No… se ¿Tiene cara de caballo?


-¡Si no sabés vos, hermano! ¡Bueh! Tomátelas, que me estás poniendo de mal humor.


-Tengo que hablar con el cabo Moreto


-¡Tomátelas o te encierro!


-¿No está la Chuli?


El vigilante, obligado por las circunstancias -por sus circunstancias- tuvo que ir adonde estaba Ariel, entonces caminó tres pasos. Lo miró cara a cara, apoyó la frente sobre la frente del linyera:


-Tomatelas o te encierro, acá no hay nadie. Ni Chuli, ni Moreto.


Ariel, descalzo y con el hambre estructural, más el hambre coyuntural, fue hacia el gomero de la calle Viamonte, donde estaba la conocida barra, convenida por linyeras profesionales de primera hora.


Eran cuatro y le estaban dando a un porro y a un vino blanco. Desde una rama pendía ropa que se secaba. Los cuatro, sentados a la sombra, sorbían del tetra y fumaban pitadas de su cigarrillo armado, alrededor de ellos había todo tipo de cachivaches.


-¡Eh, Changuito! Le dijo uno, mientras se paró y se bajó los pantalones para orinar entre una de las grandes grietas del retorcido arbusto.


Todos sonreían y miraban a Ariel. Detrás del gomero salía a flote el cemento ocre de las paredes, columnas y recovecos del teatro Colón. Ariel preguntó sobre lo que le interesaba:


-No, que yo sepa. Acá no hubo nadie que se lleve preso a nadie, si está el pancho de Moreto vigilando, ese no lleva preso a nadie. Me extraña amigo, vo’ le da’ cabida a la vieja mentirosa esa. Le dijo uno.


-¿Para adonde arrancaron?


-La Chuli estaba sentada con los vagos en aquél banco, de repente se paró y enfiló para allá, entonces se paró el flaquito este…


-Dodi. Dijo Ariel.


-El flaquito ese que tiene la cara de caballo.


-Si, Dodi.


-Bueno, ese, la agarró del hombro y le empezó a dar la lata… dale bla bla. Ella señalaba pa` allá y el otro meta señalar pa`l otro lado.


-¿Cómo estaba vestida la Chuli? Preguntó Ariel.


-Eh… un pantalón clarito, apretado.


- ¿Para dónde fueron?


- Cada uno para su lado.


Ariel entonces se dirigió hacia el sur, es decir, hacia dónde señaló y fue, en consecuencia, Chuli.


Derecho estaba la casa de audio de Don Manuel. “Viejo hijo de puta”, pensó, mientras andaba descalzo y el sol miraba implacable a las víctimas mientras descargaba oleadas de energía ardiente.


La gente veía pasar a un desquiciado que andaba a los tumbos, chocando y clamando soeces angustiantes y ofensivas. No quedaba más que unos metros para la llegada al negocio. Ariel veía todo rojo y no sentía nada, solamente bronca. Alguien le extendió un panfleto, un volante y ahí se detuvo. Nadie le daba publicidad a él, un linyera. Miró el panfleto: “Todo para el audio, compra y venta”.


La nebulosa cayó en una mirada atenta y clara: vio los pantalones apretados y la cara de caballo. El pelo largo amarrado y la sonrisa grande y expresiva. Vio a Chuli.


-¡Eh, guacho! ¿Qué te pasa? Le preguntó la chica a Ariel.


-Nada ¿Por? Contestó éste, mientras ensayó una mueca que emule una expresión optimista.


- Conseguí una changa. ¡Me van a tirar unos pesos! Le dijo.


- ¿Y como fue?


-Desde el otro día me estuvieron chamuyando Don Manuel y Moreto pa`que reparta estos papelitos. Me dijeron que me ponga más presentable, así podía hacer unos mangos. Hasta que hoy Moreto me llevó a la comisaría con el patrullero, donde pude pegarme una buena ducha, luego vine para acá y Don Manuel me dio los panfletos. Me dijo que los reparta por la plaza, pero me parece mejor cerca del negocio ¿No?


-Me parece que los tenés que repartir donde te dice el que te paga.


-Si, eso dijeron los pibes. Dodi me decía que no que los reparta para allá, pero yo no le di bola, vine pa`acá y ya fue. Si me caga a pedos me voy, pero de mientras sigo acá, me parece mejor porque la gente lee y se manda pa`adentro ¿No?


-No se, que se yo.


-Buenos tipos, este Don Manuel y este Moreto, se re-portaron ¿No?

MÁXIMO PAZ




6/9/10

El Rober

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-¿El Rober? ¿Quién es el Rober? Dijo Heti, Quien llevaba puesto una remera de Deportivo Laferrere y unos shortsitos del mismo cuadro


- Ese que hacía motos por Ramos y las tranzaba en lo de Mario Porquería. Le contestó Curuya.


Ambos posaron sus miradas en sus respectivos vasos, pero ninguno lo levantó para echarse un trago.


- Rober… ¡El dorima de la Mary! ¿No?- Dijo Heti, con los ojos abiertos y sus gruesas cejas levantadas.


-Sí, el dorima de la Mary. Le contestó, mientras el otro sonreía de oreja a oreja con sus labios negros y gruesos.
Curuya alzó su trago y tomó lo que quedaba de él, luego se puso a servir más vino con coca. Cuando levantó la jarra plástica, la mesita quedó sin peso y se desequilibró. Los vasos viajaron al suelo. Heti, entonces, los alzó y fue con ellos a menos de un metro, donde había un balde con agua, los sumergió unos segundos y los sacó limpios. Curuya, en tanto, repuso la mesita lo mejor que pudo en el irregular piso de tierra y colocó la jarra que se había salvado. Se sirvieron nuevamente.


Heti recomenzó la conversación:


- Si, ya se quién es. Ahora está guardado en Olmos, le dieron como seis años por choriarse una tele en un negocio. Dijo.


-¡No! –Arremetió Curuya- ¡Mirá si le van a dar seis años por una tele! El quía lo que hizo fue darle a un cobani .


- Claro, si. Pero lo que pasó es que después de sacar la tele del negocio sonó la alarma y pintó la yuta de toque. El gato se puso nervioso y se le refaló: justo cayó en la pierna del cobani.


- Mirá que hablé con la Mary, ella me dijo que le pegó al rati . Dijo Curuya.


- Esa Mary es re-gata, anda bolaceando pa’ dar lástima, es una rastrera que inventa cualquiera. Saca provecho de lo que sea.


Dicho esto, Heti empinó el vaso y se mandó un trago al buche.


- No sé, yo a la Mary la re-conozco. De guacha la conozco, antes de que se junte con este gato, me acuerdo cuando tuvo el crío con el Mario Porquería, yo andaba de remis y la llevé al hospital.


- Bueno, ese guacho no es del Mario -irrumpió Heti-, ese guacho es mío. Por ese tiempo me voltié a esa gata un par de veces.


- Sí, yo también me la traquetié , pero ella me dijo que el guacho era del Mario, por algo me lo dijo, ¿no? O si no boqueaba otra cosa y se lo encajaba a otro.


Ambos alzaron su vaso y luego se sirvieron más de la jarra roja de plástico, mientras Heti lo hacía, Curuya sostuvo la mesa. Heti tomó otro trago -trago corto- mientras pensaba.


- Lo que pasa es que no es ninguna tonta, la mina tenía interés en el Mario, acordate que por ese tiempo había sacado plata de un juicio en su laburo, la gata se lo hizo patinar en joda y falopa, y le mandó lo del hijo como malicia. Cuando lo dejó seco se tomó el palo. Ese Mario es otro logi que no sabe ni cuando la coloca. Dijo Heti.


Curuya se miró los pies, los dedos que salían de las ojotas, notó que sus uñas estaban demasiado largas y demasiado sucias. Le contestó a Heti:


- Si, pero el Porquería anda en la tranza, las motos le dejan como para papear, y más.


-¡Y bueno! Ahí está, el dolobu arrancó con eso por la cuestión de que se quedó sin un mango, El salame cuando se dio cuenta de que lo habían secado le agarró una tirria que encaró ese negocio, se lo quiere refregar en la cara a la María, el tipo se había enganchado con la gata y la Mary andaba bajándose la chabomba en cualquier lado.


- ¿Y como sabés que el guacho es tuyo? Le preguntó Curuya, mientras se tocaba la pelada morocha de su cabeza y se miraba los dedos de los pies, enredados entre las tiras de sus ojotas.


- ¿No lo viste? Tiene la misma jeta que la mía.


- Si, lo conozco. Y para mi tiene la jeta mía, que querés que te diga. Dijo Curuya.


- Y si vos y yo somos como hermanos… no sabés que los críos pueden salir también al tío.


A Curuya le salió la carcajada de repente y le salpicó el vino con gaseosa en la cara a Heti. Ambos se empezaron a destartalar de la risa, entonces, la mesa con los vasos y la jarra se vinieron a pique. Todo fue a parar al suelo de tierra.

23/8/10

EL PIBE DEL ANDÉN

-Dame un súper. Le dijo a la piba de atrás del mostradorcito, acariciando las palabras con la lengua, mientras salían de su hambrienta boca.

La situación descrita se produjo en el oscuro bar del interior donde estuvo y está la terminal de trenes Buenos Aires. Al fondo de la ciudad, entre medio de la villa 21 y la cancha de Huracán.
La piba: chiquita, frágil, con los pelos agarrados a una trenza desprolija, con barritos en la cara, ojos negros y naricita de arpón. La piba agarró la pequeña manija en forma de pancho del calentador de agua donde se ponían las salchichas y con una pinza tomó una. Salió larga, rosada, finita y algo chueca. Escurrió el trozo de comida y lo depositó de inmediato en un pan abierto.

-¿Qué le ponés? Le preguntó al pibe que tenía en frente.

-Mayonesa y mostaza.

Jonathan, el pibe, miró como la chica agarró el pote amarillo, y apretándolo empezó a colocar el aderezo. En ese pequeño lapso, de repente, asaltó a su conciencia imágenes cargadas de sombras. Una evocación resultante del ambiente descarnado donde hasta hacía poco tiempo le tocó permanecer, metido de prepo por infligir la ley.
Un reformatorio gris. Congelado en una imagen, que multiplicó las golpizas y otras anécdotas increíbles, si eran vistas desde este lado. Es decir, el de la llamada libertad.
La pendeja le dio el pancho y Jonathan, comida en mano, encaró hacia el andén. El pibe tenía 18 años. Era flaco y desgarbado, pelo muy cortito, con un flequillo más crecido y decolorado. Ojos grandes y pálidos parecían colgar de sus respectivas cavidades. Cicatrices profundas se escondían en su torso cubierto con una camperita Nike trucha.
El camino borró, como una alucinación, todo lo recordado.
El pancho y luego un cigarro rubio. Mientras lo encendió pudo ver como un nenito hacía equilibrio desde el borde del andén.

-¡Rubén! Le dijo la madre al chiquito.

Este la ignoró y continuó con lo suyo. La mamá era alguien que mediaba los 25 años. Llevaba otro crío colgado en su pecho. A sus pies yacían dos bolsas de consorcio grandes.

- ¡Rubén, vení para acá!

De repente, el tren apareció al doblar la lejana curva. La locomotora chilló y el altavoz hizo el anuncio. El pibito siguió con lo mismo, entonces la joven madre se dirigió hacia el borde del andén, no sin antes mirar las bolsas desguarnecidas estando a mitad de camino.
Jonathan también fue hasta allí, rápido, y agarró al niño del brazo y se lo entregó a la mujer que ya estaba llegando.
Todo pasó. El tren aparcó y los hierros de la formación alimentada a diesel rugieron de forma aguda, cansada.

- ¿Va para Tapiales? Le preguntó un gordito con un bolso de mano cruzado en su grueso pecho.

La gente se agolpó sobre las altas puertas del tren, mediadas por una escalerita. Mientras esto sucedía, la locomotora se desprendió, con la intensión de ser adosada a la otra punta del tren.
Ya sentado, extendió el diario que llevaba en el bolsillo de la camperita. El sol pegaba de lleno sobre la torre blanca y saliente de la cancha de Huracán, tanto como los yuyos del costado del andén; y todo aquello que el sol abierto tocase.
Jonathan pegó una ojeada al diario y recaló en la sección deportes. Pero no decía nada de su equipo. Se puso a leer, de todos modos. Al minuto, y a mitad de una nota, se sentó a su lado un flaco lánguido y sucio. Vestido con harapos. Le pidió dinero. Unas monedas. Este las tomó después de que Jonathan revuelva en su bolsillo. El pibe flaco y maloliente se puso a mirar por la ventana, un momento. Luego se levantó y comenzó a caminar sobre el polvoriento pasillo hacia otro vagón.
“Bueno, siempre se puede estar peor”. Pensó, reconfortándose sobre si mismo y la historia que lo había traído hasta el presente. En libertad, buscando un trabajo. El rescate del buen comportamiento sobre el imaginario del amor, su hijo de dos años y la vieja -la madre- exultante por la buena nueva a través de las “bendiciones” que le otorgaba el pastor del templo que frecuentaba.
Buscó trabajo por el centro. Vio anuncios en el diario, en la sección “clasificados”. Pero no encontró nada; de vuelta a casa con las manos vacías. Lo único que le faltaba para recomponer su vida y elevarla al status de “normal” o “decente” era el trabajo. Un laburo.
De repente, el ambiente se alborotó. La cosa vino así: primero un ruido seco, corto. No estridente, pero notorio a partir del sonido grave que arrulla la carne humana en el contacto violento investido por algo sólido, como el concreto de cemento que constituía el andén de la estación.
Jonathan –como los otros que estaban en el vagón- vio al flaco escuálido y roñoso tirado en el piso. Rodeado de personas vestidas de color azul y borceguíes. No eran policías, pero pronto vinieron. Eran dos. Uno era alto, de unos 22, 23 o 24 años, el otro era morocho, muy morocho, y tenía puestas las manos en la cintura, en forma de jarra. Ambos estaban vestidos con uniforme azul, pero el de la policía.

-Te dije que no vuelvas por acá, sos un boludo. Le dijo el Cobain morocho al flaco mugriento tirado en el piso.

-¿Qué hizo? Le preguntó a Jonathan un joven lleno de pozos en el rostro, con un gorro colorado y barba negra en la punta inferior del rostro.

- No se, me pidió unas monedas hace un rato.

Ambos, ante la ignorancia de los hechos y haciendo caso a la mayoría que había abordado el tren, fue hacia donde sucedió el hecho.

-¿Qué hizo? Le preguntó Jonathan a la chica del bar que le había expendido un pancho hacia poco.

- Es un mogolico ya lo habían encontrado haciendo billeteras por aquí y le habían dicho que no venga más, está “paqueado” todo el día… es de acá, de la villa, ahora seguro lo mandan preso.
De repente, el tren, sin avisar, comenzó a andar. Se sacudió ante una pitada de su bocina ronca y emprendió sus primeros movimientos, la gente, casi toda volcada en una ronda alrededor del mugroso, empezó a ir hacia la máquina. Jonathan hizo lo mismo. Volvió a su lugar original, se sentó y sacó el diario. Pero a los segundos, la nota del matutino se dispersó y volvió a la cabeza el reformatorio en forma de recuerdo. Se vio llorando, de rodillas, rodeado de botas y uniformes golpeándolos.
Casi lo mismo que el pibe del andén.

MÁXIMO PAZ

15/8/10

Una cerveza, Por Máximo Paz

Flaco y despeinado me miró, cara a cara.
-¿Tenés pa’ prender? Me dijo.
Saqué el encendedor y prendí un cigarrillo para mí, luego le pasé el fuego. Miré al chabón mientras se proponía incinerar un tabique de metal cargado con pasta base en el extremo a quemar. Su rostro pequeño y desfigurado puso sus músculos en función del acto que se planteaba cometer. Entonces la incandescencia brotó en medio de la gris oscuridad aplacada del cemento y los adoquines que nos circundaban. Sus ojos rojos se avivaron con la llama, pero no pudo prender nada. Volvió a mirarme.
-Me llamo René, ¿y vos?
-Gustavo.
-Yo me llamo René.
Hacia arriba, la noche se encuadraba tranquila, lúgubre y pesada. Hacia el cercano horizonte también, pero la llamita seguía dando vueltas por la jeta del pibe este, René. Alto, delgado y morocho. La voz lánguida le salía como de rebote por la nariz. De repente, mientras yo miraba la tímida luna del barrio, él pudo enchufar el cañito con el fuego. Aspiró, retuvo y exhaló. El humo pobre salió de su boca pequeña rumbo a la oscuridad.
Me pasó el artefacto.
- No, te agradezco.
- Me llamo René, ¿y vos?
En lo que a mi respecta, estaba envuelto en alcohol mientras prensaba las horas negras del sábado. Por ello me dirigía hacia el kiosco a reponer bebida.
-Voy a comprar una cerveza. Le dije, mientras le mostré el envase que tenía en la mano.
René me miró y luego corrió la cara hacia un punto ciego, luego volvió a mirarme y otra vez, a los segundos, volvió la vista hacia aquél punto. Estaba observando más bien a su locura repentina de la pitada polvorienta que a algo físico.
Cuando comencé nuevamente la marcha, el pibe este, René, me acompañó. Las piernas largas lo impulsaban a través de extendidos trancos dislocados, lo cual me obligaba a estar un poco atrás de él mientras enfilábamos hacia el kiosco.
Hubo silencio un rato. El pibe desquiciado quería un poco de compañía, a mi me daba igual.
-¿Laburás? Le pregunté desde atrás.
Se dio vuelta.
-Si, en Santa Elena 2347.
Seguimos caminando.
-Me llamo René ¿y vos?
-Yo, Gustavo ¿Trabajás, René?
-Sí, en Santa Elena 2347.
El kiosco se trataba de un tugurio con ventanita y reja a la calle, había que tocar el timbre y esperar a que la chica que estaba a unos metros se levantase de mirar la tele y corra el vidrio corredizo.
- ¿Si? Nos preguntó cuando pasó efectivamente lo descrito arriba.
- Una cerveza. Le dije, pasándole por entre las rejas el envase vacío.
Era una chica morocha con flequillo y pelo largo lacio en los costados de su cara angulosa y antipática, pero con muy lindos rasgos: nariz chica y suave, cejas negras arqueadas y ojos castaños grandes. Cuando se dio la vuelta con mi envase vacío siguió siendo atractiva: el culo, agarrado de un pantalón apretado, respondía en forma agresiva a los cánones establecidos por la cultura impuesta por los medios sobre la estética femenina.
En frente del kiosco había un boulevard asfaltado que dividía en dos a la avenida. Tenía algunos banquitos y allí iban los que tomaban cerveza en la calle. Pero en ese momento no había nadie. Fuimos a ese lugar con mi compañero. Nos dedicamos a tomar la bebida. Un trago yo y un trago él. Por ahí la dejábamos unos minutos en el suelo, hasta que alguien la agarraba y recomenzaba la ida y vuelta. No nos dijimos nada por un buen tiempo. El pibe este, René, se quedaba como en trance, mirando la nada espectral. A mi me daba igual.
La cerveza se estaba acabando y de repente, sin darnos cuenta, sin percibirlo, se nos acercó un quía con una botella en la mano.
-Perdón, ¿merca por acá, hay?
Lo miré a René, quien se quedó colgado observando al pibe. Un morrudo con la camiseta de la selección de Argentina.
-El se llama René. Dije, por decir algo.
-¿Y? Preguntó el morrudo.
-Y habría que ir a la villa ¿No René? Dije.
René no habló. Peló el tubito y lo prendió. Cuando se lo pasó al pibe, este se negó.
-No, gilada no quiero, ¡vamos para villa! Dijo, ansioso.
René se paró y empezó a caminar. El morrudo lo siguió de inmediato. Pero cuando se dio cuenta de que yo no iba (me había quedado sentado) me dijo.
-¡Dale, vení! – y acercándose a mí completó: -con este no llego ni a la esquina.
-Yo no conozco a nadie. Le dije.
A todo esto René ya estaba como a 50 metros de nosotros.
-¡Eh, che!- Le dijo el morrudo a René.
-¿Cómo te llamás? Le pregunté.
-¿Y para que querés saber? Me contestó, al momento que empezó a trotar a donde estaba René.
Los vi perderse por la avenida. Cuando pasaron el puente del ferrocarril sus figuras se esfumaron. Yo di el último trago, crucé la calle y compré otra.
También me fui de allí, tal como había arrancado: solo y tal lo que me había propuesto: ir al kiosco a comprar una cerveza.
El camino silencioso no me trajo más atracción que algunos pensamientos. René se me había olvidado, como el pibe morocho.
Cuando estaba llegando a mi casa, en la esquina de la tintorería se me resbaló el envase, que lo llevaba agarrado de la chapita, mientras lo revoleaba.
Explotó en el piso una blanca espuma, como de mar, y yo me quise morir, tanto sacrificio por nada. Pensé en regresar, pero eran como ocho cuadras las que tenía que hacer. Pensé en otras posibilidades y nada me satisfacía. No tenía muchas opciones. Entonces entré en mi casa, me metí en la cama, y con todo oscuro, cerré los ojos e intenté dormir, hasta que lo logré.

5/8/10

El pibe pìde monedas, por Máximo Paz

Eran las tres de la mañana. El colectivo paró en la esquina y bajó un tipo.

-¡Eh, Señor!

El tipo, que iba cruzando el asfalto, se dio vuelta y miró al inoportuno, un nene rubio y cabezón.

-¿Tiene una moneda? Arremetió el desacertado.

El hombre -bolso al hombro- levantó la mano y agitó el dedo índice: señal de no.
Inmediatamente el pibe subió al colectivo, como una ráfaga fugaz remontó las escaleras y atravesó el pasillo hasta el final.

-¡Eh! Le dijo el conductor, mirándolo desde el espejo que concebía arriba de su cabeza.

-¿Una moneda? Empezó a decirles, expeditivo, a cada pasajero con voz modulada y baja.

Brazo derecho extendido y mano en forma de cuenco. Nadie le daba nada. Al conductor se le acabó la paciencia y fue hasta donde estaba el niño.

-¿Qué te dije yo a vos? ¡Sabés bien que no te dejo subir! Le disparó con su boca antes de arrojarlo del transporte.

El niño no dijo nada y salió despedido por la puerta. Pero al segundo o segundo y medio acomodó sus sucios harapos y miró alrededor, en busca de algún ser humano para pedirle monedas. No había nadie. Entonces fue hasta donde estaba el vigilante.

-¿¡QUÉ HACÉ’ PIBITO!? –le dijo el policía, sin mirarlo, mientras mandaba un mensaje de texto desde su celular.

-Bien Don, ¿y usté’?

Cuando terminó con la tarea que se había propuesto, el vigilante se puso a mirar al niño de pies a cabeza.

-Decime, el día que vos te bañes se va a terminar el mundo.

El pibe vestía un buzo polar marrón hecho jirones -era como un poncho cortado en tiras verticales- y un pantalón de gimnasia azul muy roto en la entrepierna. Su cara blanca, como de porcelana, sufría la investida de placas concisas y sólidas de mugre, su pelo amarillo se dividía en cinco o seis mechones compactados por el trabajo de la grasitud y la roña callejera.

-¿Le queda una monedita?

El policía continuó observándolo un minuto. Hubo silencio, hasta que éste fue roto.

- Mirá, tengo una que si sale vas a tener más guita que cuando le mentís a la gente con el día de tu cumpleaños.

El pibe se sorprendió, nunca le había hablado el policía de esa manera.

-Tenés que meterte en un lugar, agarrar un sobre en un cajón y listo ¿Vamos?

-¿Ahora? Le preguntó el pibe.

-Sí, ahora o nunca. Le respondió el policía.

-¡Vamos!

Fueron caminando poco menos de dos cuadras. El vigilante se detuvo delante de un galpón derruido por el abandono y el tiempo.

- Después del camión vas a ver un escritorio, en el cajón hay un sobre grande, agarralo y volvé. ¿Ves ese agujero?

- Sí. Le contestó el pibe.

-Bueno, entrá por ahí. Cuando vuelvas te doy 100 Pesos.

Era un agujero pequeño, solo un pibe o un enano podían mandarse por esa abertura. Desde allí el niño entró al depósito. Pasó rápido el camión, y pese a la oscuridad, pudo ver el escritorio. Abrió el cajón y encontró el sobre. Lo agarró y se fue.

-¡BIEN PENDEJO!- le dijo el poli, agarrando al vuelo el sobre que el niño traía.

-¡Sos un capo, Pibe!

Ambos comenzaron a reír, mientras trataban de bailar pasos de murga.
De repente irrumpió un fuerte sonido en la quietud de la noche. Un auto frenó. Un patrullero. El vigilante, que todavía tenía el sobre en la mano, se puso nervioso.

-¡Buenas noches Jiménez! ¿Haciendo negocios a estas horas de la noche? ¡Así me gusta!

Le dijo el hombre que conducía mientras bajaba del patrullero.

- ¡Buenas noches, Comisario!

- ¡Buenas para Usted! ¿O no? Le dijo el señor, que llevaba puesto un sobretodo color camello y guantes de cuero.

- No es así…hubo un mal entendido, lo que pasó es que agarré justo a este pibe saliendo del depósito.

-¡Mentira, mentira! - Dijo el muchachito, con los ojos salidos como órbitas- ¡El me obligó a entrar y sacar el sobre!

- ¡Vení para acá, pendejo! Le dijo el Comisario, agarrándolo de los harapos y haciéndolo volar hasta el patrullero. Luego, de un manotazo, le sacó el sobre al policía asustado.

-¡Así me gusta Jiménez! Trabajando de la manera que lo hace, va a llegar muy lejos en la fuerza. Le dijo, sosteniendo en su cara una sonrisa negra, unos labios rojos y un bigote tupido.

El comisario puso el auto en marcha y se fue. Siguió derecho dos cuadras y luego giró unos veinte metros.
Frenó el auto, miró al niño y tomo el sobre que yacía sobre la guantera.

- Tomá -Le dijo el Comisario al pibe, extendiéndole el sobre- no me voy a creer la patraña de ese chanta- tomá el sobre. Por esta gilada yo no me ensucio. Comprate algo, ¡toma!

El pibe pensó cinco segundos: agarró el sobre y salió del patrullero, rápido. A los diez pasos se dio vuelta y saludó al comisario. Empezó a caminar hasta detenerse a la cuadra y media. Por fin abrió el sobre: había un montón de billetes de a cien. El pibito contó hasta trescientos, que era hasta donde sabía contar, pero eran más los billetes, muchos más.
El chico rió mientras caminaba no sabía adonde.