23/8/10

EL PIBE DEL ANDÉN

-Dame un súper. Le dijo a la piba de atrás del mostradorcito, acariciando las palabras con la lengua, mientras salían de su hambrienta boca.

La situación descrita se produjo en el oscuro bar del interior donde estuvo y está la terminal de trenes Buenos Aires. Al fondo de la ciudad, entre medio de la villa 21 y la cancha de Huracán.
La piba: chiquita, frágil, con los pelos agarrados a una trenza desprolija, con barritos en la cara, ojos negros y naricita de arpón. La piba agarró la pequeña manija en forma de pancho del calentador de agua donde se ponían las salchichas y con una pinza tomó una. Salió larga, rosada, finita y algo chueca. Escurrió el trozo de comida y lo depositó de inmediato en un pan abierto.

-¿Qué le ponés? Le preguntó al pibe que tenía en frente.

-Mayonesa y mostaza.

Jonathan, el pibe, miró como la chica agarró el pote amarillo, y apretándolo empezó a colocar el aderezo. En ese pequeño lapso, de repente, asaltó a su conciencia imágenes cargadas de sombras. Una evocación resultante del ambiente descarnado donde hasta hacía poco tiempo le tocó permanecer, metido de prepo por infligir la ley.
Un reformatorio gris. Congelado en una imagen, que multiplicó las golpizas y otras anécdotas increíbles, si eran vistas desde este lado. Es decir, el de la llamada libertad.
La pendeja le dio el pancho y Jonathan, comida en mano, encaró hacia el andén. El pibe tenía 18 años. Era flaco y desgarbado, pelo muy cortito, con un flequillo más crecido y decolorado. Ojos grandes y pálidos parecían colgar de sus respectivas cavidades. Cicatrices profundas se escondían en su torso cubierto con una camperita Nike trucha.
El camino borró, como una alucinación, todo lo recordado.
El pancho y luego un cigarro rubio. Mientras lo encendió pudo ver como un nenito hacía equilibrio desde el borde del andén.

-¡Rubén! Le dijo la madre al chiquito.

Este la ignoró y continuó con lo suyo. La mamá era alguien que mediaba los 25 años. Llevaba otro crío colgado en su pecho. A sus pies yacían dos bolsas de consorcio grandes.

- ¡Rubén, vení para acá!

De repente, el tren apareció al doblar la lejana curva. La locomotora chilló y el altavoz hizo el anuncio. El pibito siguió con lo mismo, entonces la joven madre se dirigió hacia el borde del andén, no sin antes mirar las bolsas desguarnecidas estando a mitad de camino.
Jonathan también fue hasta allí, rápido, y agarró al niño del brazo y se lo entregó a la mujer que ya estaba llegando.
Todo pasó. El tren aparcó y los hierros de la formación alimentada a diesel rugieron de forma aguda, cansada.

- ¿Va para Tapiales? Le preguntó un gordito con un bolso de mano cruzado en su grueso pecho.

La gente se agolpó sobre las altas puertas del tren, mediadas por una escalerita. Mientras esto sucedía, la locomotora se desprendió, con la intensión de ser adosada a la otra punta del tren.
Ya sentado, extendió el diario que llevaba en el bolsillo de la camperita. El sol pegaba de lleno sobre la torre blanca y saliente de la cancha de Huracán, tanto como los yuyos del costado del andén; y todo aquello que el sol abierto tocase.
Jonathan pegó una ojeada al diario y recaló en la sección deportes. Pero no decía nada de su equipo. Se puso a leer, de todos modos. Al minuto, y a mitad de una nota, se sentó a su lado un flaco lánguido y sucio. Vestido con harapos. Le pidió dinero. Unas monedas. Este las tomó después de que Jonathan revuelva en su bolsillo. El pibe flaco y maloliente se puso a mirar por la ventana, un momento. Luego se levantó y comenzó a caminar sobre el polvoriento pasillo hacia otro vagón.
“Bueno, siempre se puede estar peor”. Pensó, reconfortándose sobre si mismo y la historia que lo había traído hasta el presente. En libertad, buscando un trabajo. El rescate del buen comportamiento sobre el imaginario del amor, su hijo de dos años y la vieja -la madre- exultante por la buena nueva a través de las “bendiciones” que le otorgaba el pastor del templo que frecuentaba.
Buscó trabajo por el centro. Vio anuncios en el diario, en la sección “clasificados”. Pero no encontró nada; de vuelta a casa con las manos vacías. Lo único que le faltaba para recomponer su vida y elevarla al status de “normal” o “decente” era el trabajo. Un laburo.
De repente, el ambiente se alborotó. La cosa vino así: primero un ruido seco, corto. No estridente, pero notorio a partir del sonido grave que arrulla la carne humana en el contacto violento investido por algo sólido, como el concreto de cemento que constituía el andén de la estación.
Jonathan –como los otros que estaban en el vagón- vio al flaco escuálido y roñoso tirado en el piso. Rodeado de personas vestidas de color azul y borceguíes. No eran policías, pero pronto vinieron. Eran dos. Uno era alto, de unos 22, 23 o 24 años, el otro era morocho, muy morocho, y tenía puestas las manos en la cintura, en forma de jarra. Ambos estaban vestidos con uniforme azul, pero el de la policía.

-Te dije que no vuelvas por acá, sos un boludo. Le dijo el Cobain morocho al flaco mugriento tirado en el piso.

-¿Qué hizo? Le preguntó a Jonathan un joven lleno de pozos en el rostro, con un gorro colorado y barba negra en la punta inferior del rostro.

- No se, me pidió unas monedas hace un rato.

Ambos, ante la ignorancia de los hechos y haciendo caso a la mayoría que había abordado el tren, fue hacia donde sucedió el hecho.

-¿Qué hizo? Le preguntó Jonathan a la chica del bar que le había expendido un pancho hacia poco.

- Es un mogolico ya lo habían encontrado haciendo billeteras por aquí y le habían dicho que no venga más, está “paqueado” todo el día… es de acá, de la villa, ahora seguro lo mandan preso.
De repente, el tren, sin avisar, comenzó a andar. Se sacudió ante una pitada de su bocina ronca y emprendió sus primeros movimientos, la gente, casi toda volcada en una ronda alrededor del mugroso, empezó a ir hacia la máquina. Jonathan hizo lo mismo. Volvió a su lugar original, se sentó y sacó el diario. Pero a los segundos, la nota del matutino se dispersó y volvió a la cabeza el reformatorio en forma de recuerdo. Se vio llorando, de rodillas, rodeado de botas y uniformes golpeándolos.
Casi lo mismo que el pibe del andén.

MÁXIMO PAZ

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